Ya fue algo tarde, el otoño había golpeado de lleno estos valles. El colorido se había ido al suelo y homogeneizado con la humedad y el frío.
Y hacía frío, sí, casi como si fuera invierno. Y el cambio de hora, lo cerrado y la orientación del valle, hacían del lugar un sitio un poco triste y nostálgico... justo como me gusta, en una cierta dosis claro.
La afluencia de gente superó todas mis previsiones. Tuve que volver hacia atrás para encontrar aparcamiento, lo que sólo hizo incrementar unos minutos más mi paseo, y a fe que no me importó lo más mínimo.
Estaba Ordesa en un estado que no conocía, ya que las dos veces anteriores que la había visitado, una era primavera y la otra era el inicio del otoño. Así que los matices son nuevos, y no me arrepiento de haber llegado.
Como una imagen vale no sé cuantas palabras, ahora dejo una selección de lo que traje en mi repleta tarjeta. Aunque me asalta la sensación de que últimamente me dedico más a capturar fotos que sensaciones, pero bueno, creo que hubo buenas dosis de las segundas también.
La primera foto no es de Ordesa. Es de Escó, un pueblo abandonado, que también fotografié la primera vez que fui. Parece que estuviera igual, como si la ausencia de gente hubiera preservado el pueblo de todo cambio.
Pero no todo se reduce a los Pirineos.
Los campos enmoquetados de cereales recién germinados, con un verde casi fosforescente, sobre todo si los comparamos con los campos en barbecho, los que acaban de ser "depilados" de maíz, de remolacha, y más aún destacan por el contranste con los campos de negruzcos girasoles.
Los diversos y espectaculares colores de las viñas de La Rioja y Burgos.
Y que decir de los enternos atardeceres, incluso en este mes, de la meseta Castellana y Leonesa. La despedida fue apoteósica, de ciencia ficción; con un manto escarlata sobre una larga extensión de las montañas leonesas, al oeste, y el sol que casi se podía apreciar como se iba ocultando milímetro a milímetro, hasta desaparecer y dejar sólo su fulgor.
Hay belleza prácticamente en todos lados, salvo que el infierno invada nuestra alma. Y entonces... entonces es difícil encontrar nada que nos satisfaga.
Yo, por mi parte, salí tan de madugrada y silencioso que dejé atrás mi ansiedad dos días. Respiré, dormí, subí por los senderos como nunca, disfruté cada segundo sin preocupación. Y solo por eso, ya mereció la pena.
Hasta luego.