Bien dormido, y madrugando, me dirijo al Cañón del Añisclo, con el miedo a la carretera que lo recorre en el cuerpo. Miedo para nada infundado como después comprobé, aunque se ve peor como copiloto que como conductor.
Al ir a coger el desvío, .... control de alcoholemia...el Somontano ya no estaba en mi sangre, 0,0.
Después de un tramo subiendo, llego a un collado, desde el que se ve Fanlo. A partir de ahí, todo bajada.
Como ocurrió en Ordesa, aunque cuando llegué al aparcamiento de la ruta no había más que que un solo coche, al volver no había aparcamiento libre, e incluso había gente haciendo cola para poder dar aunque fuera un pequeño paseo.
Y empieza la maravilla con el cañón en todo su esplendor y ese soberbio puente que recordaba de la vez anterior, de una estampa bellísima y sencillo a la vez. Todo ello acompañado de la sensación de vértigo que da la altura a la que se encuentra sobre el río. Ya solo el puente merece la visita.
No pude llegar al collado, ni mucho menos. Solo dos horas de ruta, para no llegar demasiado tarde a casa. Al volver hice la ruta corta que tiene el encanto de la ruta larga: agua, cascadas, puentes, frondosidad, senderos de cuento,... Y aún quedaba alguna flor, y unas plantas que no había conseguido ver nunca, y otras que había visto pocas veces, aunque ya sin flor en ambos casos.
Y nada más; sólo el verdor de los campos de cereales germinados, los matices amarillentos y ocres de los viñedos, y la larga puesta de sol que me regaló la tarde, que por fin se confabuló conmigo.
Hasta luego.